sábado, 12 de diciembre de 2015

Reseña de "Juventud todavía", poemario de Antonio Daganzo, para su presentación en el Aula de la Palabra

Fue un verdadero placer presentar en la tarde del viernes 11 de diciembre, en el Palacio de la Isla de Cáceres, y en el marco del Aula de la Palabra, que organiza la Asociación Cultural Norbanova el libro "Juventud todavía", el más reciente poemario del escritor madrileño Antonio Daganzo Castro, publicado por Ediciones Vitruvio. Nada sin embargo como haber tenido la fortuna de escuchar estos versos, en la interpretación de su propio autor. Aquí les dejo la reseña que hice de esta magnífica obra: 


“Juventud todavía”. Número 527 de la Colección “Baños del Carmen”. Ediciones Vitruvio. Antonio Daganzo.

Renacer a un nuevo bautismo. El de la edad que envuelve con sus tentáculos los resortes de la existencia, modelando el alma y las facciones del rostro. Hubo un tiempo de soledades de alcoba, de escuelas improvisadas, con el polvo imaginado de las tizas. Una infancia entregada a los designios de la debilidad, a la música decadente del viento hurgando detrás de los cristales, donde la vida se antojaba a la medida de los avatares del cuerpo, primitiva edad de monólogos y relojes de arena.

El desafío del calendario. Las hojas que van y vienen, el rotulador negro para tachar los números ya caducos, mientras las semanas se escapan sin piedad de entre los dedos.

Juventud todavía. Atisbo de lo que fuimos para engendrar el milagro de la escritura como tabla de salvación, intrigante dama a la que entregarse sin paliativos. Llama el poeta a contemplar la actitud de aquéllos que la miraron directamente a los ojos.  Ahí comenzó la historia, la de “los hijos que serán padres”.

Todos hemos reflexionado alguna vez acerca de lo que supone ir avanzando por los caminos de la vida, el precio de sobreponerse a sus desafíos. En este libro, Antonio Daganzo, con energías recobradas, afronta con claridad un capítulo situado más allá de los acontecimientos que marcaron su espléndido “Mientras viva el doliente”, también en esta misma Colección (número 217), y cuya lectura permitirá entrever muchas de las claves de este nuevo poemario.  El poeta abandona por fin el exilio interior que le atenazaba entonces, “la tensa cuerda floja del viviendo”, se alza raudo a la conquista de lo que le rodea y que viste con la impronta de una madurez recién estrenada. No faltan sin embargo las referencias a la nostalgia, muy presente en estos poemas, a las pérdidas, a los universos de los que es imposible prescindir porque ya forman parte del intérprete, del hombre. La memoria, siempre compañera fiel, la soledad, que conspira y amaga bajo la epidermis, pero que también le hace fuerte.  Juventud todavía conserva gran parte del imaginario presente en obras anteriores del mismo autor, con continuos guiños a un mundo poblado de recuerdos, de sensaciones inseparables de su propia personalidad. Encontramos así versos que hablan “del día en que el dolor nos dijo su leyenda”, o poemas que indagan en una infancia intensa, como “Atlas”, cuyo colofón sitúa al poeta en uno de los puntos de inflexión de su existencia y también de su poética: “el día en que me enamoré por vez primera”.  Porque el amor es otra de las constantes que descubriremos en este libro, amor que es barro que aguarda la unción del creador, amor que adopta la forma del poema, creador que no es sino el poeta mismo. Y así, “nunca se escribe el primer verso”, algo duele y se revuelve en nuestro interior cuando se trata del parto de la primera palabra poética. Certero sentencia el autor cuando proclama “su asombroso y desnudo parentesco con el primer amor”. Acertado aserto que esconde ese conglomerado de factores que empujan a emborronar los folios, a derrochar sobre ellos a través del lenguaje ese arsenal de sentimientos que lucha por querer romper las mudas fronteras del insomnio, de la soledad, de los zaguanes y las salas de estudio en las que se quedaron las almas gemelas de otro tiempo que fue anticipo de éste en el que aprendemos a vivir ahora. 

Como diría Ángel González, “tan lejos, hoy, de aquello, pervive sin embargo tanto entonces aquí, que ahora me parece que no fue ayer un sueño”. Recorre Antonio Daganzo las estancias repletas de su experiencia, los posos del dolor, las primeras tentaciones. Todo lo que le ha servido para hacerse a sí mismo. Y en el otoño, estación que anticipa los itinerarios del frío, desenmascarar la tristeza, saberse a salvo de ella en esta juventud que abraza los cuerpos y ayuda a superar las viejas batallas. Me imagino paseando bajo los árboles del Parque del Retiro, pisando las hojas recién desprendidas de sus ramas, observando de lejos el andar cansino de los transeúntes. Quizá ellos sean depositarios del cansancio, del silencio y la tristeza que queremos dejar atrás. “Pudimos ser nosotros”, recuerda el poeta mientras sigue los pasos de “ese tipo sombrío y taciturno” que no parece ser sino el tiempo al que ha vencido con el arma de la palabra y del que sobreviven, armadas con las hechuras del poema vívidas sensaciones y renovadas fuerzas.

Otra de las referencias del poemario es la que nos habla del aprendizaje, de la afirmación del joven que se levanta por encima de los elementos, abrazándose a la tenacidad del amor. Se  ha difuminado ya aquel “mefítico aliento, retrasado vaho muy lacerante que a todos hechizaba”, hilo conductor de su anterior obra “Mientras viva el doliente”. Se adhiere el hombre a la seguridad del muro, a la alianza de la piedra que se hace muralla frente al acoso del tiempo acelerado que no pide permiso: “Amada, toma el peso, que es el único ardid para volarlo”.

Pero su “Declaración de amor” lo es también frente a la ciudad a la que es consciente que solo conocerá de sus intermitencias, metrópoli que se alza inveterada e inasible ante sus pies indefensos. Sin duda, uno de los poemas más hermosos y emocionantes del libro, la ciudad (Madrid), es bastión que alberga las ansias de esa Juventud que el poeta atesora y cuyas calles encierran la turbación de su espíritu, enamorado y no correspondido del todo, mujer que espera paciente en las derivas de la existencia, y a la que reserva declarar su amor más allá de las refriegas del destino.  Desde la periferia, desde las antípodas del tacto, todos hemos añorado ese viaje definitivo, el abrazo de esa Ítaca que se adivina “con la lencería de la bruma vestida, hermosísima y efímera como una novia”, palabras con las que quien ahora comenta estos poemas definiera en su día aquella larga espera de una Cáceres inalcanzable, también en las estribaciones de una juventud curtida a fuerza de inevitables ausencias. 

Mas tras el combate aguarda la victoria, la resignación no es territorio en el que abandonarse. El tiempo deja lagunas que llenar con la propia vida, viste de dudas los meandros de la rutina. El poeta no es ajeno a los envites de la vanidad, a las veleidades del gozo, siente en su verso el aguijón del desorden. La juventud resiste todavía, pero llama a la puerta la rabia de un dolor mayor, el de la caducidad misma, e invita a la calma. Poemas como “Intuición del Crepúsculo”, “Tuyo”, “Baja traición”, nos sitúan en el escenario de lo incierto, en la compañía de esa “sombra que pasa”, que diría Diego Doncel,  “como el ala de un ángel que jugaba en las cercas de la niñez con una luz sagrada”.  Como el autor que apura hasta el éxtasis esa juventud codiciada que ahora peina las primeras canas, cualquiera de nosotros es partícipe del temor que infunde el juego de los sentidos que enlentecen, del vacío y la falta de respuestas, cuando el dolor, -nunca olvidado- reaparece de lleno en los cobertizos de la noche y le brinda su abrazo.

Yo también he escrito sobre la vanidad y sobre los moldes de la palabra que hacen olvidar las tempestades, pero que no santifican los espacios en blanco que aguardan al caminante. Bien lo advierte Antonio Daganzo, enlazando con la mejor poética custodia del escalofrío que acompaña a la existencia y sus dardos.  En palabras de Ángel Guinda, “venimos a este mundo para no quedarnos en nada ni en nadie, ni siquiera en nosotros”. Antonio interpreta el oráculo del vivir y avisa de que este reino es un “reino de azar” donde es arriesgado confiarse: “la juventud intrépida podrá otra vez burlarte”.  En mí encuentra su discurso un aliado fiel, tantas veces me creí inmune a la quemazón del aliento y luego sentí perderlo todo.

Los últimos poemas de “Juventud todavía” revelan la profesión del autor y el antídoto para esta nueva singladura en la que se ha visto involucrado. La palabra, el poema, la deliciosa melodía del idioma lo impregnarán todo con su sanadora serenata. Proclamará entonces el poeta cuál habrá de ser su epitafio, su postrera herencia: “cuando la piel repose bajo el balcón aquel habréis de honrarme. Diréis: “Cantó hasta el fin”.  Al final del poemario, volvemos a percibir aquel regusto de “Mientras viva el doliente”, las imágenes del niño postrado en la cuadrícula de una existencia encorsetada en la angostura, -flaco niño lívido-, que mira ahora con ojos de futuro las cuartillas en blanco que le aguardan sobre la mesa de su escritorio, los libros que se amontonan sin cuartel en los anaqueles: “la lectura acaba de salvarlo”. La libertad reside en los intersticios del poema, la creación es catarsis que redimió su cuerpo débil.  “Frustrados funerales” es uno de los poemas más reveladores en este recorrido hacia la claridad, hacia la dignificación de la poesía como ángel que ha tocado con sus tersas alas la línea de la vida de este joven que ahora inspira a sorbos el aceite de una juventud que se resiste a dejar pasar y que proclama “eterna en cada verso”. Del pasado ya solo quedan cicatrices, únicamente la perversión del recuerdo. La poética de Daganzo se confunde así con su propio y renacido ser, se alza “Comunión” y brindis a un futuro que ya no teme las acometidas del invierno.

En esta dinámica de positivismo hay que situar el poema que cierra el libro, “Los héroes”, con el que también yo anhelo sentirme identificado. No hay lugar para el desencanto, ni tiempo para perder, la juventud no consiente límites, se erige aliada de la belleza, amada que cuidar con esmero: “No pidáis el alivio de una tumba a destiempo: bien sé que los cipreses son escasos y no tienen piedad”. Enteramente suscribo los dictados del poeta. Somos esperanza y no podemos renunciar a la gloria. La de seguir en pie, la de ser héroes.  Nuestro legado siempre será la poesía.

























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