viernes, 9 de febrero de 2018

Desterrar el olvido. Correos y poesía

Celebrar aniversarios, buscar un pretexto para dar visibilidad a aquellos que ya no están con nosotros.  Parece que este nuevo año será propicio para avivar la llama del recuerdo y liberar de las telarañas de la memoria acontecimientos y personajes. Uno va siendo ya mayor y eso de cambiar calendarios va convirtiéndose en algo cotidiano. Esperemos que así sea por mucho tiempo. Otros se quedaron en el camino, pero la sensación es la de que nunca se fueron; de ahí que cualquier oportunidad para devolverlos a la actualidad sea bienvenida. He crecido con el trasiego de las cartas, de la correspondencia, de los sellos, con el olor metálico de los buzones. Desde siempre, todo lo relacionado con el correo formó parte de nuestro universo. No en vano, mi padre había dedicado toda su vida a este servicio, y aún recuerdo aquellos intrincados pasillos del viejo edificio de la calle Donoso Cortés de Cáceres, el alboroto de los carteros, la sala de clasificación de la correspondencia, el áspero tacto de las sacas. Tiene algo de romanticismo esa tarea de emular a Mercurio, de erigirse en mensajero de ideas, pensamientos, noticias de todos los colores... 


Cartería de Cáceres, en la década de los años 50. Una de las fotografías que se podrán ver en la exposición que se instalará próximamente en el vestíbulo de la Oficina Principal 
de Correos de Cáceres

Es el cartero un personaje proclive a despertar sentimientos emparentados con la poesía, y por eso, no debe extrañarnos que en Cáceres, en el siglo pasado, existiera un cartero-poeta, alguien que llegó a ser tan popular y conocido en su época, que finalmente, el consistorio cacereño quiso perpetuar su memoria poniendo su nombre a una calle de la ciudad. De su nacimiento se cumplen ahora cien años y ello será excusa para que el próximo mes de marzo se le organice un homenaje, que lo será a dos frentes, el literario, y el postal. Hablamos de Juan García García, nacido en Ahigal (Cáceres), en 1918, y fallecido en San Rafael (Segovia) en 1996. Del primero de dichos actos, que tendrá lugar el 8 de marzo, en el Gran Teatro, se ocupará su hija, Remedios García, muy activa en el mantenimiento de la memoria del poeta, con su participación en numerosos eventos como rapsoda y recitadora de sus versos. No faltarán aquellos fieles al homenaje a Gabriel y Galán que cada 6 de enero coordina en Cáceres la Asociación de amigos de la Estatua de Gabriel y Galán, que capitanea el cantautor y poeta Matías Simón.


Primera edición del libro recopilatorio de los poemas de Juan García García. Fotografía del poeta, en pleno desempeño de su labor como cartero en Cáceres, en los años 40 del pasado siglo. 

Del postal se encargará la Asociación Cultural Filatélica y Numismática Cacereña, en colaboración con Correos, y ahí ando involucrado, rescatando y clasificando estampas e imágenes de aquellos años en los que Juan García prestó servicio, junto a tantas personas que como servidores públicos merecen un necesario reconocimiento por parte de la ciudadanía, que debe conocer sus rostros, su dedicación a los demás, en unos tiempos difíciles, cuando no existían los medios y posibilidades de que disfrutamos ahora. La exposición que se instalará en el vestíbulo de la Oficina Principal de Correos de Cáceres, a partir del 5 de marzo, exhibirá fotografías representativas de toda una época, en la que aparecerán personas que con su trabajo, contribuyeron al bienestar de sus convecinos, y me consta, por la parte que me toca, que no se dejaron clavos sueltos ni cartas sin entregar. Hoy, cuando cada vez se encuentra más en desuso el correo epistolar y los sellos son una rara avis, valorar la labor de aquéllos que posibilitaron que la comunicación fuera posible, con recursos tan limitados, no puede pasar inadvertido. Gente como Juan García, como mi padre, como tantos otros, no pueden quedar a merced de los desaires del olvido. 


sábado, 3 de febrero de 2018

Lecturas para un tiempo de bloqueo creativo: "Nuestra orilla salvaje", de Rosario Troncoso

Me lo decía hace unas semanas el poeta y amigo Diego Doncel; el tiempo que transcurre desde que damos por cerrada una obra literaria hasta que ésta se encarna y toma la forma de libro, ofreciéndose al juicio de los sentidos, representa una auténtica travesía del desierto que en no pocas ocasiones, puede llegar a frenar la apuesta creativa del propio autor. La impaciencia no es buena aliada, sobre todo cuando -y suele ser frecuente en la práctica- transcurren períodos muy largos hasta que el libro sale, materialmente, del dominio físico de su mentor. Hasta entonces, las páginas, los versos, los capítulos, continuarán perteneciendo al territorio de lo voluble, donde cualquier palabra aparece sometida a la incertidumbre de un nuevo diagnóstico, quedando la fijación del texto al albur de sucesivas lecturas intempestivas.  Entretanto, no es infrecuente el bloqueo creativo, la dispersión de ideas, la aventura de embarcarse en proyectos que luego resultan fallidos o que entran en conflicto con esos escritos anteriores que vegetan cautivos de la indefectible lista de espera.  La mejor terapia es entonces la lectura, el aprendizaje.  A veces, uno recibe reconfortantes inyecciones de adrenalina en forma de libros ajenos, intensos estímulos que hacen llevadera cualquier interinidad. 

Si en la entrada anterior comentábamos lo gratificante que estaba resultando bucear en temáticas cercanas a la filosofía y el pensamiento, al discurso en primera persona del escritor, este espacio de hoy nos devolverá a la intensa experiencia del lector de poesía, que disfruta de lleno al percibir el latido de quien escribe desde la sinceridad, con un lenguaje tallado a fuerza de sentimiento y de sensaciones que la palabra modela y el lector hace suyo sin dificultad. No es la primera vez que me sumerjo en el universo poético de la autora gaditana Rosario Troncoso, alfarera del verso e infatigable activista cultural, editora, capitana de El Ático de los Gatos, revista literaria con mayúsculas, y de su apéndice El Ático de los Gatitos, embarcada en  el propósito de contagiar el gusto por la lectura a todos los niveles. Rosario acaba de poner en pie su más reciente cuaderno de versos, que, como antes "Transparente", apadrina de nuevo la editorial sevillana La Isla de Siltolá en el marco de su prestigiosa colección "Tierra". La semana pasada me llegaba a casa el poemario "Nuestra orilla salvaje", acompañado de la antología "Eternidad provisional", ésta publicada en la colección"Wasabi", de la editorial Takara, en la que participa la propia autora. Es por ello que llevo unos días a merced del Levante de sus versos, descubriendo algo que no por ya sabido, deja de sorprender, la escandalosa madurez de una autora que sabe perfectamente de qué va esta espiral de la poesía. Siempre he sido partidario del poema breve, del mensaje directo, de la intimidad a borbotones. Precisamente éstos son los puntos cardinales de la poesía que Rosario despliega en su flamante poemario "Nuestra orilla salvaje". Poesía de "la medida exacta", de la conciencia del yo y su maridaje con los elementos. 

Se articula el libro en dos grandes campos temáticos; "El abrazo de los extraños", y "El final de las hadas", en ambos casos con el denominador común del poema breve, generalmente con títulos de una sola palabra, pero suficientes para identificar el contenido argumental, de corte netamente reflexivo, espectador de la realidad que golpea y socava el tránsito del tiempo y la deriva de los cuerpos. Rosario tiene la facilidad de multiplicar las sensaciones con apenas unos pocos versos, de hacer partícipe al lector de ese abecedario de pensamientos cercanos en ocasiones a las maneras del aforismo. La autora contempla desde su privilegiado capitel la certeza de esa "orilla salvaje" que tinta la aparente indiferencia de las cosas, de la propia piel, y despierta la dolorosa percepción de lo efímero. Poemas como "Príncipes de niebla", "Crisálida", "Desgastes", "A nosotros no", reflejan esa línea temática marcada por la caducidad, donde acecha, tomando prestadas sus palabras, la "Indolencia terminal del olvido". Uno se siente, desde su humildad literaria, cercano e identificado con ese discurso poético que en absoluto le resulta ajeno. "El final de las hadas", con su reflexión sobre el carácter finito de la ingenuidad y el encontronazo con lo real, en versos tan hermosos como "Crujen las hadas / como al pisar insectos, / bajo los pies", transporta al lector a la perplejidad de aquel Siddharta que en el film de Bertolucci, "El pequeño buda", traspasa por primera vez los muros de su torre de marfil. 

Solo queda acostumbrarse a ver los muebles en su sitio, a observar cómo el polvo va depositándose sobre los objetos. La vida se antoja acaso una sucesión de espejismos, un viaje sin billete de vuelta. El segundo bloque temático del libro está poblado de toques de desesperanza, de dolorosa resignación, vívida en poemas como "El turno siguiente" o "Ruinas".  La autora asume los riesgos de enfrentar una búsqueda, un diálogo, que soliviantan los instantes rectilíneos de la rutina. En la encrucijada de las tormentas, el verso pide un retorno a la ternura, a la piel indemne de los días blancos, a la bajamar que cosquillea tibia entre los dedos de los pies.