viernes, 25 de octubre de 2013

En la estación de Chamartín, Madrid.

Este escenario es un continuo mudar de rostros e identidades, de personas que van y vienen, que suben y bajan, sin más elemento en común que el de hallarse en tránsito. Es lo que tienen las estaciones, los aeropuertos, las paradas de autobús. Sitios donde la vida se detiene unos segundos, antes de tomar nuevamente oxígeno para reemprender un camino quizá distinto, en ese intervalo invisible que separa el presente de las brumas del futuro. Suelo venir a Madrid, normalmente una vez al año, casi siempre en el otoño, por motivos estrictamente profesionales. Continuar aprendiendo acerca de las materias que constituyen el día a día de tu trabajo, actualizar los conocimientos, sobre todo en tiempos convulsos como los que vivimos, es ciertamente conveniente. Desconectar de la rutina resulta además de saludable, profiláctico y beneficioso, también para aquellos a los que afectarán tus decisiones, si éstas se adoptan libres de ese aturdimiento progresivo propio de semanas y semanas sumergido en la misma dinámica. Pero estas licencias en pro del aprendizaje y la relajación de las tensiones, aunque conllevan también prolongadas estancias de mañana y tarde en las que solo hay lugar y tiempo para el estudio, tienen también sus horas en blanco, en las que la ciudad se abre a quien se encuentra de visita, a la vez que se deja querer. Es entonces cuando el transeúnte se convierte en espectador, cuando busca rutas e itinerarios en los que sentirse, siquiera provisionalmente, ciudadano de un mundo que despliega sus tentáculos más allá de las cuatro paredes que habitualmente conforman el espectro de lo cotidiano.  Atento a cuanto le rodea, no tiene rumbo fijo, sigue los dictados rectilíneos de una avenida o se estresa al tratar de introducirse en un vagón atestado del suburbano. 
Ahora aguardo en el vestíbulo de una estación de tren, 
con apenas cuarenta y cinco minutos por delante para reencontrarme con mis referencias habituales. Lo vivido estos días ha de interpretarse ya en clave de pretérito: las incursiones en grandes librerías, el ávido callejear por barrios de inconfundible estampa, los ensayos de un contrabajista que ultima su puesta a punto para el concierto que tiene dos horas después, que para eso nos advierten que las sillas están reservadas, la frustrada visita a los cuadros de Velázquez con un Paseo del Prado en estado de ebullición... Estos fueron mis escenarios de estos días, los de apenas unas pocas horas ausente de responsabilidades. Las fotografías las dejo para cuando no tenga que estar pendiente de los paneles que anuncian la muy próxima partida de mi tren.


Puerta del Sol, la primera noche. 


El Poeta.


Camerinos del "Café Central", donde vive el Jazz.


Reflejos de noche en el Mercado de San Miguel. 

sábado, 19 de octubre de 2013

Mujeres que son un ejemplo de vida

Hoy, 19 de octubre, como todos los años, se celebra el "Día mundial contra el cáncer de mama", una jornada que pretende sensibilizar a la sociedad frente a esta enfermedad que con el tiempo se ha ido haciendo cada vez más presente en nuestra vida cotidiana, pero también más vulnerable y vencible. En mi entorno, la realidad de esa palabra,

 "...capaz por sí sola de hacer el silencio, 
de embarrar la saliva"

se ha hecho patente en varias ocasiones con toda la incertidumbre que arrastra tras de sí, sembrando de dudas nuestro pequeño universo, poniendo diques al mar. Hace años, hablar de "cáncer", removía al instante las más profundas hebras del espíritu, alentaba un horizonte de agujas y desencuentros, donde los peores escenarios se veían como posibles. La frialdad del diagnóstico, el rostro invertebrado del médico, hacían el resto. Desgraciadamente, aunque las cosas han cambiado mucho, ese pánico no ha acabado de abandonarnos, pues no todos los cánceres son iguales, ni tampoco comparables las reacciones que frente a ellos experimentan las personas que los padecen. 

El instinto insatisfecho del cangrejo
no sabe de abluciones ni escapularios,
adentro de los tejidos
huésped inopinado se engasta
a cada sorbo de aire,
calladamente progresando.

En la vertical del asedio,
nada es seguro,
acecha el peligro
detrás de los estores,
ganglio centinela.

del libro "A Contracorriente", Editora Regional de Extremadura, 2009. 

El tiempo me ha hecho ver las cosas sin embargo de distinto modo. Las personas muy próximas que atravesaron este cúmulo de descosidos, que se embarcaron en ese difícil itinerario hacia adelante, salieron victoriosas. En la lucha contra ese enemigo silencioso e invisible, éste hubo de retirarse más allá de sus fronteras. 
¡Qué admiración la que me suscitan estas mujeres aguerridas y dispuestas a todo,  a las que el lógico sentimiento de temor ha hecho más fuertes!
 Para mí son un ejemplo, -y cada día me miro en una de ellas-, tratando de absorber a bocanadas ese empuje, esa entereza que muchos necesitamos para enfrentarnos a las adversidades. 
Una jornada como ésta debe servir para enseñarnos que no hay lugar para el desaliento, que la esperanza está muy por encima de aquel desconcierto inicial que la noticia de un diagnóstico como éste lleva consigo. Las mujeres que conozco que han pasado por esto me han dado una lección de confianza, de saber estar, que todos deberíamos aprender. 
Ellas siguen ahí, plantando cara a la vida, son felices, y hacen felices a los que les rodean. 









martes, 8 de octubre de 2013

Ni un segundo de olvido.

Kyrie. Schubert. Misa en La Bemol Mayor. Música que me trae la imagen de una habitación umbría, en una clínica agazapada en los sones del silencio. Mediodía. Quizá festivo. En el exterior, la silueta de las torres, desdibujada por la voracidad de las nubes. Es enero, y ya solo cabe esperar un milagro. La decadencia del cuerpo se ha contagiado del invierno, la respiración se ralentiza, duelen los alveolos con el contacto de la bruma. No me gusta recordar este escenario,  pero esta música me devuelve de lleno a los flujos del pasado, de un pasado de sombras y cansancio, a la imagen de un hombre aguardando la fractura de la conciencia, el aire helado que acaso precede a una luz que se antoja profética, ansiada playa al otro lado del tacto, libre de las inclemencias del dolor y la quemazón de los relámpagos. Él se marchó y nos dejó huérfanos de su abrazo. Pronto hará siete años de eso. Todo el tiempo que llevo hurgando en el vacío de la tarde en pos de su caricia.

Esta espera sin atisbo de indulgencia,
con el rumor de fondo del miedo,
de los días hurtados al futuro,
maldice sin descanso la pequeñez
de nuestros nombres,
el ser de repente solo un cuerpo
humillado y triste
en el umbral del último viaje.