domingo, 26 de noviembre de 2017

Sin título. Reflexiones de la última víspera

Son tantas las cosas que alimentan esta vigilia que me sería imposible hacer recuento y discurso de todas ellas. Noviembre se muere con ropajes de primavera temprana y al almanaque le quedará pronto una solitaria cuartilla de tiempo. Como dice el poeta, diciembre siempre vuelve, con sus luces y sus tópicos, con su artillería de recuerdos enlatados en los arrabales de la memoria. Uno es lo que ha vivido, la deriva de sus experiencias y latitudes. He leído (y escuchado) tanta poesía últimamente, que la tarea de revisar los propios versos termina haciéndose tediosa, sin fecha de caducidad, si lo que se pretende es no descuidar la dignidad de cada uno de ellos, todavía vírgenes y sin exponer aún a los dardos que aguardan ahí fuera.  Entretanto, otras batallas diseminan su pólvora, otras reflexiones surgen al pairo de esas larvas que se deslizan parásitas entre los dedos. La música que suena es la de Julie London, la de Sarah Vaughan, la de mi adorada Norah Jones. Pero el paisaje es el de una ciudad de provincias, que ha sabido sobrevivir al mal de la piedra, pero donde es difícil arrimarse a la intemperie, imaginar océanos tras el adobe de sus muros, donde pesan los andares y las palabras pronunciadas. Se antojan lejanos los días, aquellos que tuvieron otros nombres, pero subsisten en la forma de pulsar las cuerdas, de componer los acordes. Soy como me hicieron esos amaneceres, acomodo mis gestos a los de quienes ya ascendieron los peldaños de esa torre cuyas almenas estrían la uniformidad de la madrugada sobre los tejados. Si así es mi voz es porque bebió de los cimientos de la lluvia, porque se sumergió en los túneles de un escalofrío que ahora solo pertenece al territorio de los sueños, a las sílabas de un álbum que quedó archivado en los cartapacios de la edad, con su banda sonora y su fragancia, con sus versos desdentados. 



miércoles, 1 de noviembre de 2017

Reflexiones para el día de difuntos

Nada de convenciones ni retahílas. El recuerdo no es patrimonio de nadie. Tampoco de un calendario o de una fecha específica. En estos días, se intenta poner parches al olvido, rescatar la memoria, buscar una reconciliación, siquiera momentánea, con el pasado y su ejército de sombras. El óxido de los dedos delata la perversidad del reloj. Insobornable, el tiempo habla desde sus registros de piedra. Difuminadas las voces, perviven sonámbulas en el océano de los instantes, apagándose lentamente. No visito cementerios el 1 de noviembre, prefiero las fechas anteriores y las posteriores. De hecho, según la tradición cristiana, el día 2 es el que se dedica a honrar a los fieles difuntos. Si el tiempo meteorológico acompaña (últimamente, todo lo contrario), el paseo por el camposanto puede resultar intenso, envolvente, propicio a transportar a otras dimensiones, a otras músicas. La visión de los nichos, de las cruces, siempre me ha traído reminiscencias de Bécquer, de aquella de sus rimas (LXXIII), que relata la frialdad del entierro y las preguntas que el ser humano se formula ante la impenitencia de la muerte: "¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!". No cambia la faz del cementerio año a año, continúan ahí mudas las lápidas, mohosas y arrugadas las flores, aunque por unos días, renueven su apariencia. No tardará en volver a cubrirlas la depresión del silencio, el punzante discurrir de las estaciones. En realidad, todo forma parte de nosotros, devolviéndonos a la certeza de lo que somos.